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Alba


Me llamo Alba, que quiere decir nueva vida y aunque hace algunos años atrás estaba convencida que jamás encontraría el amor, hoy me sorprendo frente a la ventana de este cuarto compartido escribiendo las memorias de un amor destinado a ser el único.
En mi juventud había llegado a pensar que ese caprichoso sentimiento quizás no existía y tal vez sólo era una de las tantas cosas que la gente se inventa para poder vivir. Pero yo no estaba dispuesta a inventarme nada y por eso pasaba por la vida como quien no se interesa en esas banalidades del romanticismo, obligándome secretamente a no enamorarme, cosa que por suerte nunca me salió del todo bien y un día de esos, como todos los demás, a mitad de semana, cuando todo empieza a volverse monótono y decido salir a caminar o a leer a alguna plaza con la idea de matar a la rutina de un sacudón de mínimas emociones, conocí a Javier.
Javier era ese hombre perfecto que, con su porte de hombre fuerte, su delicadeza al hablar, su aroma a colonia inglesa y sus dos grandes ojos azules, era el sueño de cualquier jovencita que, como yo, buscara incesantemente alguien que llene ese vacío que ahueca nuestras almas. Javier apareció en mi vida aquel día de otoño, yo estaba zambullida en un mar de historias delirantes que leía sin descanso en un asoleado banco de una desolada plaza, cuando de repente su porte de hombre gentil se apareció frente a mí y pidió permiso para sentarse. Una palabra dió lugar a la otra y pronto nos encontramos hablando como si nos conociéramos de toda la vida o quizá de otra anterior, pero siempre con el respeto que merece quien no nos ha dicho aún su nombre. La charla se volvió tan fluida y amena que me vi obligada a cerrar el libro, contemplar sus ojos y agregar mis excentricidades a aquella charla que a cada palabra se volvía más interesante. Intercambiamos teléfonos y al bajar el sol cada uno tomo su camino de regreso, creyendo que quizás ese encuentro había sido una especie de sueño y que el otro seguro nunca escribiría, así que nos separamos sin mirar atrás y cada cual retomó su vida como si nada hubiera ocurrido.
Al final de la semana, aquel encuentro había pasado a formar parte de los recuerdos que suelo confundir con singulares sueños o cosas que seguramente he imaginado. Fue entonces, un martes en clases, que encontré su número en mi celular y recordé que era cierto, que aquel joven de ojos amables no había sido producto de un sueño, y decidí escribirle -“hola, ¿cómo estas? Ha sido divertido charlar contigo el otro día, espero que estés bien” – presioné  “send” apretando los ojos y dejé que el mensaje viajara hasta sus manos. De inmediato contestó que para él también había sido lindo conocer a alguien tan divertido como yo y acompañó su cumplido con una tímida invitación a la presentación de la banda de un amigo. Acepté. Desde ese día Javier y yo compartimos cierta complicidad y un cariño especial que yo no me animaba a llamar amor ni nada por el estilo.
Nos tomamos nuestro tiempo para conocernos, tanto que creíamos haber agotado todos los lugares para encontrarnos. Sus manos tímidas, su mirada amable, su voz pausada y su sonrisa destellante, al cabo de varios meses de intensa amistad nacida de la nada, lograron encontrar en mí la llave de la confianza. Ya no temía a que sus manos acariciaran más allá de mis muñecas, creía imposible que aquellos ojos azules como el cielo de medio día fueran capaces de mentirme y empecé a creer que quizás sí estaba enamorada de aquel hombre amable que me regalaba chupetines por la tarde y que al anochecer siempre me acompañaba hasta la puerta de casa para asegurarse de que llegara bien. No tardaron en llagar los pedidos de mis amigas para que deje de esperar y me lance a los brazos de ese hermoso hombre que a sus ojos era el indicado. Todos afirmaban ver el inconfundible color del amor sobre nosotros dos, pero ambos hacíamos como si no nos diéramos cuenta de nada. Hasta que después de largos siete meses de amistad, confiados en lo que sentíamos y tal vez también cansados de escuchar a los amigos alentarnos a querernos, sellamos un pacto de fidelidad y confianza con un beso tímido pero apasionado bajo una intensa lluvia.
Ese día por la tarde, habíamos ido juntos a casa de su hermana que cumplía años. Sofía es una joven risueña, de grandes ojos azules y cabello rubio como el sol. Tenemos la misma edad y hacía unos meses atrás nos habíamos conocido en el cumpleaños de Javier y su personalidad amable hizo que la admirara y hasta la quisiera, casi instantáneamente. Por lo que supe después, en todos estos años de ser cuñadas y amigas, ella también sintió ese instantáneo agrado, lo que nos permitió ser buenas amigas, cómplices y compinches, hasta el día de hoy. Ya caída la noche, una fuerte tormenta que venía gestándose desde muy temprano dió fin a su vigilante espera y soltó sus grandes gotas de verano junto a un concierto de truenos y relámpagos que nos dejaron en la oscuridad por largo rato. Sofía prendió unas velas que apenas alumbraban y todos los que estábamos ahí nos arrimamos a la mesa, rodeando la tintineante lumbre y seguimos la charla. En eso, un fuerte trueno resonó en la casa, y mi mano cobarde casi por instinto alcanzó la de Javier apretándola necesitada, pero en cuanto reconocí lo que había hecho, la aparté y lo miré en la oscuridad, tímida casi pidiendo perdón y sonrojada por lo ocurrido. Pero Javier, que advirtió mis mejillas ardientes de vergüenza aún sin poder verlas, tomó mi mano nuevamente y así permanecimos aferrados en la oscuridad, aprovechando que nadie podía vernos. Cuando por fin la tormenta cesó y volvió la luz, nos preparamos para irnos. Salimos en dirección a su departamento que quedaba a dos cuadras, a buscar unos libros que yo había olvidado y al llegar a la primera esquina nos sorprendió la tormenta que, empeñada en mojarnos, se desató con toda su fuerza dejándonos empapados mirando el semáforo rojo que no nos permitió cruzar y muertos de la risa por la mala suerte. Corrimos hasta la puerta del edificio tomados de la mano y riendo como dos niños, tan alborotados que al llegar a la entrada resbalamos con el piso impecablemente lustrado y terminamos chocando contra la puerta abrazados. Nos miramos a los ojos, dejamos de reír y el beso fue inevitable. Sus profundos ojos se clavaron en los míos, sentí sus manos rodeando mi cintura y el calor de sus labios abrigando los míos helados por la lluvia. Nos despegamos de la puerta y volvimos bajo la lluvia helada de verano sin dejar de besarnos.
Así, dimos inicio a un respetuoso amor que, fortalecido por la suma de los días, permitió abrirme paso a ese extraño estado de amor que suele ponernos algo tontas, aunque nunca lo dejé cegarme del todo.
 Javier era un hombre pasivo, y digo hombre porque a sus veintiocho años, había dejado atrás toda clase de niñerías y se ocupaba de lo que realmente importaba. Despertaba cada mañana para ir al trabajo, en un pequeño estudio donde convivía con, un arquitecto viejo y achacado, pero al que no le faltaba humor y le sobraban aventuras, y dos ingenieros como él, sólo que con varios años más de experiencia laboral que la suya, que hacía apenas dos años había salido de la universidad para meterse de lleno en el mundo de la construcción como siempre había soñado. Preparaba su café caliente que bebía en pocos, pero pausados sorbos y se disponía a pasar toda su mañana y parte de la tarde, en aquella oficina llena de papeles en la que él conservaba su rincón y su escritorio prolijamente ordenados. Por la tarde llegaba a casa a saludarme antes de que yo partiera a clases, y se quedaba a charlar y tomar mates con mi hermana y luego a su casa a descansar. Los fines de semana o algún día, que no precisaba ser especial, yo planeaba salidas para acuchillar la rutina, con raros viajes a lugares que no conocíamos o activas tardes de bicicletas bajo el sol en las que quedábamos con las narices rojas o del frío o por la quemazón. Y con el correr del tiempo llegue  también a acompañarlo los domingos a misa, a la que él asistía religiosamente todas las semanas, pero con la condición de ir en el horario de la noche, para que pudiéramos quedarnos en la cama un rato más por la mañana. Y así es como pasamos dos largos años de nuestras vidas.
Yo estudiaba, el trabajaba y me ayudaba con los números, yo ponía acción a nuestras vidas y el recogía los pedazos dispersos por los aires de mi hiperquinecia autoinfligida y me regalaba agradables momentos de paz que disfrutaba inmensamente. Cuando me llegó la hora de recibirme y elegir qué iba a hacer en mi vida, Javier apareció ante mis ojos y no pude negar que mi vida ya estaba atada a él de alguna forma. Quizá si ese día mi decisión hubiera sido otra, me hubiera liberado de muchos pesares para el futuro, pero seguro que me hubiera perdido de muchas felicidades. Con Javier pensamos seriamente nuestro futuro, y pusimos en planes a nuestro amor. Si decidíamos que nada de lo vivido era tan serio o importante como para sacrificar algo cada uno, yo partía a mi destino y él seguía con su vida como si nada hubiera pasado. Pero no pudo ser, lo compartido había cavado hondo en nuestras vidas y nos sentíamos atados sin recelos el uno con el otro. Así que decidí quedarme a probar suerte en Córdoba con mi vida profesional y él aceptó compartir toda la vida conmigo, para lo cual hizo un lugar en su placard donde instalé mi valija por un tiempo hasta que la convivencia me obligó a desarmarla y colgar mi ropa de las perchas que llevaban siete meses vacías desde que me había mudado con él. Los café de la mañana se transformaron en nuestras charlas matutinas y por las noches, las cenas las íbamos turnando entre vagas sopas compartidas en la cama y cenas multitudinarias con amigos y familiares que yo empecé a instalar en su casa cuando ya la sentí nuestra. Nos amábamos, eso no puede negarse. Nos habíamos enamorado aquella tarde de otoño o quizás con aquel beso de verano y habíamos aprendido a amar las diferencias que nos complementaban, pero la convivencia y la rutina inevitable de trabajar todo el día y encontrarnos de noche para amarnos fugazmente por el cansancio, iban debilitando la magia oculta que nos ataba. Fue cuándo en uno de mis sueños apareció una pequeña de grandes ojos azules y piel morena en los brazos de Javier y desde ese momento sentí la presencia de esa hija por venir que aún no había engendrado. Ese estrafalario sentimiento de esperar a mi hija, le dió un poco de respiro al casi ahogado amor  y la llama de la pasión pareció encenderse nuevamente. A los pocos meses supe de Roma, su nombre lo había elegidos desde tiempos inmemorables, siempre supe que alguna de mis hijas iba a llamarse así y en un nuevo sueño, supe con certeza que esa sería ella cuando me lo susurró en el oído y desde entonces tuvimos un fluido dialogo mitad en sueño mitad despiertas. Yo le hablaba durante todo el día, atiborrándola de ideas, recuerdos y cosas que ella aún no conocía y ella venía por las noches a contarme cuanto había crecido. Los nueve meses en que permaneció dentro de mí, trajeron a mi vida la compañía que estaba necesitando. Javier cada vez trabajaba más, para pagar el alquiler y los gastos de la nueva casa que estábamos construyendo, debido a que yo, por mi estado casi no podía salir de la cama, mitad por obligación expresa del médico y mitad por decisión propia a causa de los mareos. Sus suaves latidos y sus caricias a mi panza desde adentro se transformaron en la mejor compañía y llegando a los nueve meses no quería que ella abandone mi ser pero ansiaba ver sus profundos ojos azules mirándome.
Roma llegó a mi vida en una fría tarde, un siete de julio, cuando la enfermera puso sobre mi pecho cansado su cuerpecito tibio y temeroso, ambas supimos que éramos la una para la otra para siempre, ella me tocaba con sus pequeñas manitos morenas y yo no dejaba de mirarla. Desde ese día, después de que cortaron el cordón físico que nos unía, muchos cordones afectivos, intelectuales y de todos los tipos nos unieron irrevocablemente. Javier cambió para siempre al conocer su hija y vi brillar su sonrisa como el día que creo haberme enamorado de él, y sospecho que ese día volví a hacerlo.
La llegada de nuestra hija trajo a nuestras vidas una catarata de bendiciones, disfrutábamos más del tiempo juntos y ambos poníamos extrañas excusas para volver a casa y compartir la vida de familia. Hacíamos más el amor, y nos sorprendíamos riendo juntos en la cocina hablando de la hija que dormía en nuestra pieza. Ese año que nació Roma inauguramos la casa de nuestros sueños, la que ambos habíamos diseñado, la que ambos habíamos ayudado a construir y la que entre los tres llenaríamos de recuerdos y amor. La mudanza no fue tarea fácil, no teníamos muchas cosas, pero yo recuerdo haber llenado incontables cajas con mis libros, pinturas, cuadernos escritos y agendas llenas de pensamientos. La nueva casa al principio parecía quedarnos grande, en el comedor que miraba al jardín, los muebles no alcanzaban a llenar una tercera parte de la sala pero yo lo acondicioné con mis pinturas y de a poco y con el tiempo fuimos llenándolo hasta convertirlo casi en un santuario, lleno de cosas traídas de nuestros viajes y recuerdos de la familia. Ese año fue nuestra época rosada, la llama de la pasión había vuelto a encenderse y no concebíamos la vida sin el otro y sin ella. Javier llegaba a casa siempre temprano y, así como estaba, dejaba sus cosas sobre el sillón junto a la ventana y se tiraba al piso a jugar con Roma. Yo, que ya había vuelto a trabajar, me pasaba horas pensando en volver a casa y en la posibilidad de trabajar sólo de manera independiente para hacerlo en casa.
Apretados por la necesidad de que alguien cuidara Roma en las horas en que ambos trabajábamos, contratamos a Celia, una joven alta delgada y morena, de rasgos un poco toscos, y algunas marcas en su rostro, recuerdos de tiempos que no fueron buenos, pero con ángel, con esa claridad en la mirada que me dió toda la confianza para dejar en sus manos al ser más amado.
Celia tenía un año menos que yo, pero una vida, a mi criterio, mucho más larga que la mía. Había nacido en un pueblo del norte, hija menor de seis hermanos. Guiada por su mamá, María, había aprendido a cocinar, coser y tejer. Su familia no tenía muchos bienes pero los unía el amor de compartirlo todo. Unos meses antes de cumplir quince años, Rubén, su padre, un hombre alto y moreno, de cuerpo fuerte y carácter sereno, desapareció. Esa tarde había partido del rancho a buscar leña para el fuego de la cocina y entrada la noche sólo logró regresar su moreno caballo con una bota colgando del estribo. Sus hermanos montaron las yeguas aparcadas junto la tranquera y lo buscaron inútilmente durante toda la noche creyendo a su padre herido. Pero el correr de los días les dio la certeza que la tierra había tragado a Rubén para no devolverlo. Desolada por la tristeza exagerada de haber perdido el sentido de su vida, María, su madre, se instaló a morir en la cama que toda su vida había compartido con aquel amante amado que acababa de perder. Dejó de hablar, de escuchar y parecía haber viajado a otra dimensión donde quizás se encontrara con él. Arruinados por la tragedia y viendo que todo aquello que sus padres habían construido se desmoronaba ante sus ojos, los hermanos vendieron parte del campo y sólo conservaron parcelas que se repartieron, dónde pudieran, un día, cada uno levantar sus casas, criar sus animales y cosechar para comer. Pero mientras tanto, el dinero no alcanzaba y el viento los desparramó por el país en busca de trabajo. Sólo Romina, la hermana mayor, se quedó junto a su madre, quizás aguardando cautelosamente su muerte. Y así es cómo Celia terminó en la gran ciudad. Había dejado a tras un mundo de pequeñas alegrías que estaba segura jamás recuperaría, pero eso parecía no importarle, estaba dispuesta a salir a delante con la fuerza de su convicción. Y hasta ahí es lo que conozco de su vida, nunca pudo terminar de contarme su historia, no se si por miedo, por vergüenza o por que  en verdad aquel extraño accidente que tuvo un año antes que la conociéramos, logró robarle tres largos años de su vida. Sólo sabemos por muchas fuentes, que una madrugada un joven policía la halló golpeada, moribunda y casi desnuda en un descampado. Al recuperar la conciencia, ella no recordaba nada, sólo el porqué había venido a la ciudad, pero la fecha no coincidía, había tres años que vagaban en el limbo de su memoria. Ni todos los médicos, ni toda la pasión puesta en recordarlo pudieron devolverle sus recuerdos. Nadie encontró una dirección dónde hubiera vivido y nadie tampoco la reclamaba; así que cuando su débil esqueleto estuvo listo para salir del hospital, la soltaron al viento sin más remedio.
Por esa suerte que suele tener la vida, ese día, aquel joven comisario que la había rescatado del helado invierno, fue con su esposa a visitarla y al ver que al salir ella no tenía dónde ir la invitó a quedarse en su casa. Celia aceptó sólo porque sus ojos le inspiraban confianza y porque aquella mujer bajita de sonrisa tan enorme como su barriga de embarazada insistió tanto y con tan buenas razones, que no pudo decir que no, pero de inmediato se puso en campaña de conseguir un trabajo y una pieza donde vivir, mientras se encargaba de cuidar a esa mujer que le había abierto la puerta de su casa y al pequeño que llevaba dentro.
Celia llegó a casa recomendada por Manuel, el hijo menor del Arquitecto Solis, aquel viejo sonriente y vivaz que trabajaba con Javier. El joven, un muchacho delgado de rostro alegre, al salir del colegio secundario, se había sumado a las filas de la policía federal y había estudiando largamente para ser detective. Manuel Solis, por esas casualidades que tiene la vida, era amigo del Comisario Rodriguez; habían hecho juntos la secundaria y seguían siendo íntimos como en sus años de adolescencia. Cuando el comisario llevó a su casa a Celia él tuvo la oportunidad de conocerla y aquellos ojos tristes cautivaron su corazón. Aunque entre ellos nunca había sucedido nada, él profesaba un inmenso cariño por ella y fue el primero en ayudarla a conseguir un lugar dónde vivir, y así también fue que le consiguió un trabajo aquí.
Celia fue el mejor regalo que le pudieran hacer a una madre como yo, que sufría la distancia. Las horas en el estudio parecían no pasarme y la vida comenzaba sólo al llegar a casa. Pero la confianza que plantó esa mujer en mí fue tal que en pocos meses me acostumbre a dejar a Roma en sus brazos y hasta me quedaba más tiempo en el trabajo si había algo que terminar.
El año terminó como uno de los mejores, con Javier éramos aún más amantes que en nuestros primeros tiempos, y nuestra hija completaba un círculo de felicidad que nos mantenía unidos como un extraño lazo de amor y necesidad. Pero la burbuja de comodidad duró lo que suelen durar las de jabón y de repente nos vimos cayendo en un abismo. Unas semanas después de que comenzara el año, soñé con una niña de cabellos dorados y profundos ojos azules, que saltaba sobre mi cama y me miraba a los ojos con una sonrisa entre sus mejillas coloradas. No logré deducir qué tenía que ver conmigo. Pensé que estaba embarazada, pero era casi imposible, además no sentía esa extraña conexión que había sentido con Roma. Seguía sin entender, y pensé que tal vez iba a ser tía, la pequeña se parecía tanto a mi cuñada y tenía esa misma dulzura que una vez me había hecho querer instantáneamente a Sofía, pero tampoco era. Seis meses después del sueño descubrí quién era.
Cinco años atrás, cuando conocí a Javier, pensé que éramos el uno para el otro, que nos habíamos esperado toda la vida y que por fin nos habíamos encontrado. Lo que nunca barajé, fue la posibilidad de que yo no era la única que se había enamorado de esos ojos calmos. Javier y Virginia fueron compañeros en la facultad y los años de compartir mates y estudio forjaron en ellos una inmensa amistad, aunque para Virginia no era sólo eso. Ella también había sabido descubrir la hermosura de su mirada y se había dejado cautivar por su aroma a colonia y esa sonrisa descomunal, pero a diferencia de mí, ella no había tenido la suerte de lograr el mismo efecto en él. Se conocían desde los veinte y aún recibidos seguían viéndose porque Virginia, en aquel tiempo también trabajaba en ese bunker de constructores y calculistas. Pero la historia remonta a un día en concreto, un día que, aún yo sin conocer a Javier todavía, marcó mi vida para siempre.
“Los chicos”, como le llamaban entre ellos al grupo de amigos-compañeros de la facultad del que Javier formaba parte junto a cuatro muchachos más, Virginia y Valeria, habían programado un asado. Era el cumpleaños de Peluca, o Luca, y quería reunir a la tribu como en los viejos tiempos, porque algunos hacía casi dos años que no se veían. La fiesta tuvo asado, cerveza, cartas, charlas y mucha más cerveza. Las cosas se descontrolaron un poco y esa mujer preciosa que había vivido enamorada tantos años a la sombra de esa gran amistad, logró robarle un beso y llevarse a su departamento al hombre que yo aún no sabía que existía. Pero tal fue la vergüenza de Javier ante lo sucedido a la mañana siguiente, que le pidió perdón y se retiró sin mediar más palabras. Esa misma tarde, agobiado con lo sucedido, decidió salir a caminar para despejar la mente y ahí estaba yo, sentada en un banco asoleado, interponiéndome en el destino de ellos sin saber. Y el resto de la historia la saben, pero nosotros no lo sabíamos, no nos imaginamos jamás en aquel instante, todo lo que nos vendría y mucho menos se lo imaginó Virginia. Al otro día cuando se vieron para trabajar, tuvieron la merecida charla y juraron olvidarlo todo y no comprometer su amistad y como para comprobar que todo estaba como antes, que eran los amigos de siempre, Javier le contó de mí, sin mucho afán, porque no creía verme más. Sin embargo, unos días más tarde mi mensaje cambió las cosas y otra vez estaba ahí yo desviando el destino. Javier le contó de mí y de todas las veces que nos vimos y para cuando Virginia supo de que Alma existía yo ya estaba en los ojos y en los labios de aquel a quien ella también amaba.
Virginia se aguantó la noticia unos días, pero sentía el deber y la necesidad imperiosa de contarle, así que una tarde después del trabajo le invitó unos mates y le dijo del atraso. No podía confirmárselo, sus ojos preocupados le pedían una tregua y ella le dijo que iba a hacerse los análisis correspondientes y que le avisaría. Pero dos días después cuando iba a confirmarle la noticia lo escuchó decirle a Sofía lo triste que lo ponía todo eso que estaba pasando y que la quería mucho, pero le parecía estar enamorándose de la morocha que había conocido y que cuando por fin sentía algo tan verdadero venía a suceder todo esto, que todo había sido un error y no se cuántas cosas más que partieron el corazón de Virginia en miles de pedazos y así, sin egoísmos, con toda la generosidad de un corazón que en verdad ama, se acercó y le dijo que había sido una falsa alarma, que no había nada de que preocuparse. Javier respiró aliviado y Virginia suspiró derrotada. Después de dos semanas dejó el trabajo, se mudó y no volvieron a verse hasta tres meses atrás que ella regresó a su vida con un llamado y una cita a un café.
Javier llegó y Alma estaba sentada con sus dos trenzas rubias colgando sobre los hombros, junto a su mamá que llevaba un turbante en la cabeza para ocultar la calvicie que le dejaba el tratamiento. Hacía muy poco le habían descubierto cáncer y era una bomba de tiempo en su débil cuerpo a punto de estallar, porque para desgracia de esa mujer bella y generosa, lo habían encontrado muy tarde. No había mucho más que hacer que esperar, y estirar la partida, pero ella no podía irse sin darle a su hija un padre y a su amigo, que tanto había amado, la verdad. Les había dado, a Alma todo y a Javier la posibilidad de encontrar el verdadero amor; pero no quería dejar a su hija sola, así que se había comunicado con él para contarle la historia y pedirle que cuide de la pequeña.  
Javier tardó varios meses en confesarme lo que estaba pasando, yo estaba inquieta con mis sueños y lo veía preocupado, pero él no soltaba palabra que me explicara lo que sucedía. Una tarde cuando ya tenía en la mano los papeles del registro llegó a casa y me lo contó todo. Estuve dos días sin hablarle, me sentía estafada, al principio no creía todos los vericuetos de la historia, pero pasado el shock pude hundir mi cabeza en el pecho del hombre al que tanto amaba y llorar para desahogar el dolor de la herida de sentirme víctima y culpable de todos aquellos destinos. Cuando conocí a Virginia repitió la historia y sus ojos generosos me confirmaron que todo era cierto, y pude notar su felicidad al descubrir que la mujer a quien le había regalado el amor de su vida, era capaz de mirarla con ojos de amiga.
Conocí a Alma el día del funeral de su madre y ahí descubrí que aquella pequeña que me sonreía en mis sueños era ella, tan parecida a su padre que al principio me daba cierta envidia, pero desde el primer día entró en mi corazón a pasos agigantados y hoy somos mejores amigas. Alma llegó a casa esa misma tarde, sus enorme ojos azules llenos de lágrimas, me confirmaron que no podría no amar a un ser tan puro como ese que se encontraba parado, atónito, frente al umbral de mi puerta. La tomé de la mano y sonriendo le dije que esta ahora sería su casa y juntas subimos las escaleras hasta su habitación. Esa habitación, había sido pensada para nuestro hijo, el varón de la familia, pero Alma se la adueño esa tarde y bien hizo, porque esta familia nunca tuvo un hijo varón. Fueron pasando los días y con cada segundo compartido, se empezó a diluir la diferencia entre la hija que había habitado mi vientre y la que el destino me regaló. Roma amaba a Alma, siempre que ella estaba cerca, extendía sus brazos morenos y la gringa de trenzas largas, hacía fuerza y la alzaba entre sus brazos. ¿Ustedes creen en los ángeles? Yo sí, pero nunca, hasta conocer a mi segunda hija, estuve tan segura de que existieran. Después de Alma, nuestra familia no volvió a ser igual, Roma tenía una protectora, Javier sonreía más y yo al verlos tan felices era más feliz aún. Pero lo mejor de la historia, definitivamente, era que Alma tenía un papá, una hermana y una “mamámiga”, como ella me llama. Hoy pasaron 11 años de aquella tarde gris en que se completó mi familia y aunque hace algunos años atrás estaba convencida que jamás encontraría el amor, hoy me sorprendo frente a la ventana de este cuarto compartido escribiendo estas líneas y observando a mis hijas sonreír.

Paula Andrea Soleri

"Aunque algunos personajes e historias están inspirados en gente que amo, cualquier parecido con la realidad sólo es pura coincidencia, pues estas letras, combinadas así, son totalmente de mi autoría y por eso tienen el permiso de compartirlas. :)
Dedicadas con mucho cariño a mi hermosa amiga Majo que siempre me empuja a escribir, ¿te acordas que te había prometido esta historia alguna vez?. Bueno, tarde pero acá está! Espero que la disfrutes."

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