Hacía un tiempo que Álvaro había empezado a medirlo todo, cómo una especie de guerra privada contra la rutina que había hecho de su vida una aburrida suma de momentos sin mucho sentido. Contaba los minutos que demoraba subir el ascensor al 4to piso, la hora en la que los vecinos empezaban a discutir, el tiempo que demoraba cada texto en publicarse en la web según la cantidad de caracteres que tuviera la nota y el tiempo exacto que demoraba el camino a casa por el centro o por el boulevard y la avenida, según que día de la semana y del mes fuera. Se había convertido en uno de esos tipos raros, según él...
Era viernes y volvió a casa exactamente a la hora que había predicho. Eran las dos, nadie lo esperaba en la cama que se mantenía fría, y él, como casi todas las noches, llegaba tarde, aunque nadie estuviera ahí para decir que efectivamente lo era. Con los años, con el fin de ignorar el lado frío de su cama, Álvaro había ido llenando su agenda de compromisos que ocupaban el tiempo suficiente en sus días para no sentir que su vida estaba algo detenida.
Los lunes, después de las ocho horas de oficina, viajaba un cuarto de hora hasta la universidad, donde, por tres horas más, se sentaba al fondo de un aula llena de jóvenes a tomar notas para por fin obtener el título. Los martes corría una hora por el parque y cuarenta minutos era la ducha que venía después. Los miercoles dos horas y media, contando la vuelta a pata a casa, los gastaba en el fútbol con los pibes. Los jueves el after office que nunca se pasaba de las ocho y los viernes la salida con los amigos de toda la vida no tenía horario, pero a Álvaro siempre le daba sueño como a eso de la una y media y conseguía estar en casa cuando el reloj marcaba las dos.
Se tiró en la cama. En menos de dos minutos estaría dormido. Tenía la suerte que nadie le hacía problema por tanta noche con amigos y a la vez la desdicha de que nadie lo esperara.
Había aprendido a vivir con esa soledad que a sus amigos les parecía un privilegio y pagaba un precio tolerable por esta libertad extraña que parecía sentirse cómoda pero no. Sabía que no hacía falta bajar la tapa del baño, o que no pasaba nada si hoy, o toda la semana, la cama no se extendía; pero a veces hubiera deseado que alguien reclamara por eso.
Estoy gordo che- pensó mientras pasaba por el pasillo aquella mañana, lo sabía aún sin mirarse al espejo que había en un rincón. Hacía rato que había colgado la toalla de la estética, al mismo tiempo que tiró al abandono algún estilo para vestirse y casi coincidentemente con la pérdida absoluta de su libido. Son cosas de la vida. El estrés repercute fuerte en la sexualidad, había leído en un artículo que escribió otro compañero de su revista, y se convenció un poco con eso. Sí, así es la vida. O quizás "su vida", pensó y dejó la duda como una puerta de emergencia.
Una frecuencia sexual de una vez cada tres meses, si los astros se alineaban y las salidas con amigos en las que desagotaba todo su erotismo en chistes, cerveza y comida; no era un tiempo que lo hiciera sentir satisfecho, pero lo convencía.
La semana siguiente transcurrió como de costumbre. Cuarenta y cuatro horas de trabajo, tres horas y medias de deporte, otras tres de café y algunas mas de cervezas.
Entre horas de trabajo, le gustaba ir al bar de la esquina. Sabía que cuando llegara, la moza de siempre, le serviría el cortado al revés que él había ido a buscar sólo con mirarlo entrar y eso le daba cierto placer. Saber que alguien lo esperaba y además lo adivinaba un poco, le hacía sentirse de alguna manera importante para alguien y eso se agradecía.
Le gustaba la chica, le gustaba que ella parecía entusiasmarse con su presencia. Le intrigaba a sobremanera qué era lo que la llevaba a reír tan espontáneamente ante sus chistes tontos e improvisados, pero no le importaba, porque le gustaba cómo se veían sus mejillas coloradas achinando sus ojos cuando le sonreía.
La observaba de lejos, mientras tomaba de a sorbos el café caliente. Le gustaba la manera en que atendía a la gente. Amable, decidida y eficiente. Y cada vez que podía echaba una miradita a ese pliegue que se formaba en su pierna, justo debajo de su cola y al centímetro de piel que dejaba ver en su espalda sobre el pantalón cuando se agachaba a recoger la mesa.
No era lo que todos llamarían linda, su cuerpo no era perfecto, pero tenía ese encanto que no se explica. Sus ojos brillaban de una manera especial cuando lo miraba y movía sus caderas excedidas sin ningún prejuicio, pasando por detrás de él entre las sillas y rozándole la espalda con su pelvis, siempre más de una vez en los diez minutos que demoraba en tomarse el café.
Era miércoles, el WhatsApp del grupo de fútbol estaba encendido. Álvaro había terminado temprano con la nota y ya estaba todo subido. Guardo todo prolijamente y bajó los ochenta y dos escalones hasta el estacionamiento, subió al auto y tenía veinte minutos para llegar al club y cambiarse antes del partido, pero en dieciséis estaba, asi que decidió tomar por la calle del café, quizás podía ver a la moza mecer esa cola que lo enloquecía, antes de irse.
No la vio en el bar, pero al llegar a la otra esquina ahí estaba, con la campera cerrada hasta arriba aguantando el frío. Se arrimó a la vereda y no dudó en ofrecerse a llevarla cuando la vio en esa parada de colectivo. Eran las cinco y siete, todavía tenía trece minutos para llegar al partido. Ella tampoco dudó en subirse. Arrancaron por el boulevard y siguieron hasta el Parque. En el trayecto, que ya llevaba cuatro minuto, ella se sacó la campera y buscó algo en su bolso que no encontró. Hacía bromas y se reía ante su propio desorden. El, reía un poco por las bromas pero más por la incomodidad que le provocaba estar a solas con ella en el auto.
El sol se colaba entre las hojas que aún no caían de los árboles del parque. -Qué hermosa tarde. Dan ganas de pasear- dijo ella. - Paseemos. Tengo tiempo- mintió él sin dudarlo. Y desde ese momento el aire cambió se podía sentir esa atmósfera de dulzura y morbo que se despierta cada vez que nos corremos un poco más allá de la línea.
Dieron unas vueltas por el parque, un poco como excusa para tenerla más tiempo, sin dejar de encarar el camino que ella le había indicado para llegar hasta su casa. Cruzaron el puente y allí frente a una plaza vacía se veían unas casitas todas iguales pero de diferentes colores.
-Acá, llegamos- dijo ella sonriendo y él no supo bien si detener el motor del auto o dejarlo en marcha. -Gracias- siguió - Sos muy lindo por traerme- Y apoyó su mano derecha en su pierna, demasiado arriba y sin esperar su respuesta, lo besó suavemente al lado de la comisura de su boca. -De nada- dijo él casi temblando, y se arriesgó con beso tímido y suave sobre sus labios, que ella aceptó sin demora. Pero Álvaro no alcanzó a cerrar los ojos cuando sintió la lengua dentro de su boca y el beso se volvió intenso. Entonces comenzó esa danza armónica entre dar y recibir. ¿Cuánto hacía que no lo besaban así?, pensó él entre pequeños lapsos de conciencia que aquellos besos increíbles lo dejaban tener. Pero esta vez no pudo calcularlo.
Ella se detuvo con suavidad mordiendo su labio inferior mientras lo miraba con esos ojos mágico que tiene; y entonces sí, él creyó que todo terminaba, pero en cambio, ella bajó su cabeza, sin siquiera mirarlo y abrió su pantalón sin darle tiempo a predecir lo que haría.
Ella con su mano suave sacó a la luz de esa tarde de invierno, la parte del cuerpo qué últimamente sólo Álvaro acariciaba de vez en cuando. La lamió, primero suave, empezando por arriba, jugando con la punta de su lengua escurridiza. Y de a poco, pero cada vez mas veloz, recorrió con su boca la totalidad de su cuerpo erecto. Lamió con suavidad cada centímetro. Tomó distancia un instante, la miró ensimismada y luego bajó en un envión repentino llenando toda su boca, para desde allí mirarlo a los ojos por unos segundos, que quizás fueron tres.
Álvaro se desarmó en el asiento perdiéndose en el tiempo y en el lugar. Ni siquiera era capaz de pensar que estaban a plena luz del día y sucumbió a las sensaciones tan irreales que ella le estaba haciendo sertir. El silencio de la tarde acompañó de forma perfecta el sonido de esa boca friccionando esa parte endurecida de su cuerpo, que ahora estaba enorme, ya irreconocible para él.
Siete minutos exactos duró ese beso. Él lo pudo comprobar cuando volvió en sí mientras miraba como perdido el tablero del auto. Pero cuando pudo reaccionar ella ya se había ido.
Ese episodio quedó en su cabeza mezclándose entre la fantasía y la realidad por algún tiempo. Tomó aquel encuentro como un regalo, de ésos a los que se les rompe el envoltorio con apuro, te emocionan en el momento pero en dos días se guardan en la repisa de los recuerdos y sin darte cuenta la rutina los desaparece.
Todo volvió a la normalidad. Los días, los amigos, los cafés, los minutos cronometrados, el lado frío de la cama.
Hasta que una tarde de sol, de ésas que parecen imposibles de repetirse, volvió a verla desde el semáforo; en la misma parada, con la misma campera. Del rojo al verde tuvo treinta y seis segundos para pensarlo. Se detuvo junto a ella y se animó -¿Te acerco?- Ella lo miró sonriendo y le dijo -Me encantaría- y se subió de prisa.
Tomaron por el boulevard hacia el parque y él dijo - yo vivo acá a la vuelta, frente al parque, cuando quieras hago yo el café- y antes que él termine de hablar ella interrumpió -Ahora tengo tiempo-.
Dieron vuelta a la manzana para poder estacionar y bajaron a unos metros de su casa. Álvaro no es muy elocuente, pero ella no paraba de hablar y eso a él le parecía hermoso. Entraron, los cuatenta y siete segundo más largos de su vida fueron los que demoró el ascensor en llegar al cuarto piso. Y en cuanto abrió la puerta ella se sacó la campera, y la apoyó sobre la mesa. -¡Te bato un café!- afirmó Álvaro para romper el hielo, pero ella lo derritió en un segundo tomandolo del brazo con un -dale, pero después- y comenzó a besarlo de esa forma inexplicable que lo hacía que perdiera control sobre su cuerpo. Ella adivinó el camino al cuarto, aunque no era muy difícil; y mientras lo desvestía le besó todo el cuerpo. Él tambien la besó sin parar, aunque su cuerpo no fuera particularmente hermoso tocarla lo volvía loco. Su piel era suave como la de nadie y su respiracion profunda de tres segundos lo elevaba a las nubes.
Ella ahora era su dueña y él no renegaba de eso. Lo sentó al borde de la cama y se arrodilló entre sus piernas y mientras se miraban a los ojos sin mediar palabras, las manos mágicas de aquella mujer lo llevaba lentamente a rincones del placer que nunca antes había conocido. Volvió a besarlo entre las piernas, con la misma intensidad y ganas de aquella primera vez. Él tocaba su pelo y no podía evitar gemir cuando su cuerpo duro tocaba el fondo de esa boca húmeda que lo besaba.
Ella, sin dejarlo moverse, se sentó sobre él. Y le bailó despacio mientras Álvaro se perdía entre sus pechos. Ella danzaba cada vez más fuerte. El sonido de sus cuerpos al moverse se mezclaba al ritmo de los gemidos excitandolos cada vez más, hasta que él se animó y tomó las riendas del juego.
La besó por completo y se adueñó de su exuberante cuerpo hasta que no pudieron más y se fundieron en un grito y en un beso.
Después de eso, quedaron desplomados en la cama, inmóviles mirando el techo. Ella río, él la miró y sonrió también. Álvaro cerró los ojos y sin darse cuenta se hundió en un profundo sueño. Ella, tomó su ropa, se vistió y se fue en silencio.
Cuando Álvaro sintió cerrar la puerta, abrió los ojos asustado y no la vio. Se levantó, pensó que quizás estaba en el baño, pero no. Entonces vio sobre la mesa una nota que decía "Miércoles 5pm, parada del 71. Siempre tengo al menos 7 minutos para vos. Te espero". Álvaro sonrió y volvió a la cama; y al entrar notó algo extraño que lo hizo sonreír de nuevo, el lado derecho de la cama, ya no esta frío. Cerró los ojos y se durmió de nuevo.
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